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CARO DIARIO

Frivolidad VI: Los taxis


Una de las cosas que menos me gusta en este mundo es conducir. Me acuerdo del famoso eslogan: “¿Te gusta conducir?” Pues no. Y si hay algo que me gusta aún menos que conducir, es gastar dinero en comprar un coche.

De todas las fantasías que nos venden con el coche, la de la libertad es la que más me chirría. No me siento libre al conducir, sino cuando puedo evitar hacerlo.

Más de una vez, un copiloto experto me ha espetado: “¡Mete tercera! ¿No ves que el coche te lo pide?”. Pero a mí el coche lo único que me pide es que me baje, que deje de dar embistes y frenazos, que le deje seguir su vida con alguien que lo entienda y lo quiera.

Aprovecho los trayectos para revisar correos, enviar mails o documentarme. Y desde que descubrí lo nocivo que es estar enganchada a la pantalla por cualquier motivo irrelevante, he vuelto a mirar por la ventana. A pensar. O a evitar hacerlo.

A mí me gusta ir andando a los sitios, o en bicicleta. Y si están lejos, en taxi. Un taxi, o un transporte privado, es para mí una de las mayores experiencias del lujo cotidiano. No tener que preocuparme por salir con antelación (solo la justa), ni por aparcar, ni por encontrar una dirección. No perderme, y poder dejar que mi mente sí lo haga.

El taxi, suponiendo que huela bien y no lleve la música a tope, es una representación de estatus. Imagino a señoras muy enseñoradas, de pelo cardado, tacones y abrigos de piel, desplazándose siempre en taxi. A vetustos matrimonios rumbo a la ópera. A grupos de amigas saliendo de un concierto. A una neoyorkina que se refugia de la lluvia.

El taxi es un refugio y una escuela. Hay conductores capaces de ponerte al día de política, fútbol, meteorología o crisis sanitarias. O todo a la vez. Una vez me hice amiga de un taxista que coleccionaba objetos originales de la Segunda Guerra Mundial. Tengo su teléfono, y él tiene el mío, por si entre sus hallazgos encuentra algo que encaje con alguna de mis rarezas profesionales.

Como no tengo más coche que el familiar, si no puedo llegar a algún sitio caminando, siempre elijo el taxi. Los mejores recuerdos en un taxi siempre han sido de madrugada, camino a un aeropuerto o estación. Curiosamente nunca de vuelta.

Mi querencia por los taxis debe ser hereditaria. Mi tía Amparo, que era una señora muy enseñorada, vivió todas sus aventuras urbanas –que fueron muchas– siempre en taxi. En una ocasión un taxista no la quiso llevar porque el trayecto era demasiado corto. Pero ella, siempre bien resuelta, y sabiendo que con esos tacones no llegaría muy lejos, le dijo: “Pues dé dos vueltas a la manzana y después me deja en casa”. Como si el taxi fuera una carroza, y ella, la reina de su propia calle.

No me gustan los taxistas que no conocen la ciudad ni las mejores rutas, los que se pierden o dan rodeos sin justificación. Los que huelen a sudor rancio, los que bajan las ventanillas sin preguntar, los que no aceptan tarjeta o conducen como si estuvieran en un rally.

Un taxista que se precie debe conocer bien la ciudad, tener modales, preguntar si la temperatura del coche es correcta, abrirte el maletero y ocuparse del equipaje. Pero, sobre todo, cuidar la higiene para que tanto el conductor como el vehículo tengan un olor impecable.

Porque a veces el verdadero lujo no es llegar antes, sino llegar bien.
Y si es con el aire acondicionado justo y Debussy de fondo, mejor.