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CARO DIARIO

Caro Diario by Vicent Molins

Dirijo Agència Districte. Escribo en Valencia Plaza y El Confidencial. Me fascinan las ciudades pero sobre todo lo que ocurre espontáneamente en ellas. 

Las Handrich tienen esa capacidad -suave- de saber entender el placer como la emoción que mueve el mundo. Y, al mismo tiempo, la calma para no convertir esa razón de ser en una exhibición obscena. Es la búsqueda de ese equilibrio lo que permite caminar sin impostar. 

Invitado a abrir su puerta, lo hago con la confesión de estos placeres que en los últimos meses ayudaron a no trastabillarme mientras caminaba:

Liturgia: S’Agaró

Solo he estado una vez, vuelvo en semanas, pero ya se ha convertido en un hábito dejar que cambie la vida en S’Agaró. Un poco, al menos. El año pasado algunas de las mejores cosas que me pasaron comenzaron por San Juan en La Gavina. En Sant Pol. Por el Camí de Ronda. La celebración genética de lo mediterráneo, entre rocas y pinos, conchas y gaviotas. Una dorada enterrada en sal. Los petardos de Sant Joan saltando al cielo. La cadencia pagana de atravesar la oscuridad con fogonazos. La luna llena y un negroni en el jardín de los Ensesa. El amor escarpado. Coplas de Josep Pla cinceladas en el camino. Espontáneos lanzándose al vacío. El pensamiento de si esa plenitud la condiciona el medio o es solo un bienestar en un momento. Mientras se resuelve la duda, dejar que la brisa arrecie en la Taverna del Mar para que todo sea más leve. La alegría de la cara limpia y sin temores.

Superación: contra el Diógenes de las anotaciones

Es fácil dejarse intoxicar de dopamina. Por la justificación de que ‘es mi trabajo’ o por simple placer mental. Pero de un tiempo hasta parte me he visto enganchado a apuntarlo todo entre blocs del teléfono: una supuesta buena idea, una referencia de paso, un eureka… Me digo que debe ser un intenso temor al paso del tiempo, queriendo retenerlo todo aquí y ahora. El horror. Ha supuesto añadir más permanencia al móvil. Más adicción. Me pillo en el súper apuntando: “las vidas son como los cuadros, conviene siempre mirarlos cuatro pasos atrás” (Saramago) o “El fotógrafo René Robert muere congelado en las calles de París tras una caída. El artista, de 84 años, permaneció nueve horas en la acera sin que nadie le prestara ayuda” (El País).

Estoy en tratamiento. Me fijo como micro objetivo no apuntar cada idea, recordatorio o chance que entiendo imprescindible anotar antes de que se me olvide. Procuro que sedimente por si solo. Ya volverá el recuerdo. O no. Da igual. Me estoy quitando. No lo sé.

Reconciliación: en la casa de Sorolla

No es demasiado elegante decirlo, pero lo voy a decir: Sorolla siempre me ha dado cierta tirria. Quizá porque me inquietan los relatos prefabricados y sin grietas. El exceso de sorallismo en mis primeras ‘valencias’ me distanció y me llevó a interesarme por quienes quedaron sepultados por el monopolio Sorolla. En cambio, el tiempo y la distancia, han apartado la tontería y veo sus cuadros con esos cuatro pasos de separación preceptivos. Por la novedad, me fascina como si los estuviera viendo por primera vez. Visitar la casa museo Sorolla es un pequeño tránsito común. Escuché sobre el pintor: “era un mapa de calor que sabía medir y plasmar las zonas donde enfriarse, donde arder”. Desde entonces especulo sobre la temperatura de sus pinturas. Las que más me gustan son las que conservan un calor que ni es tibio ni es tropical, irremediablemente húmedo.

Salones: Comparte Bistró, Gran Martínez, Trinchera

Mañana podrían ser otros tres, pero en estos meses he sentido la conciencia plena del entusiasmo donde más lo suelo hacer: en salones de restaurantes que no buscan el show, sino que dejan celebrar sin guion. Fiesta de taberna en Comparte Bistró (Madrid), oscuridad feliz en Gran Martínez (València), sol de cara en Trinchera (València).