Frivolidades I: El perfume
Lo admito, tengo un perfume para cada tipo de tragedia, real o inventada.
Uno para las citas que sé que van a aburrirme. Otro para reuniones laborales que finjo tomarme en serio. Uno ofensivamente caro que sólo uso los días que no pienso salir de casa, y otro que reservo exclusivamente para ver a mi madre, porque dice que huele a “niña bien”, y yo, de vez en cuando, necesito que alguien me recuerde que alguna vez lo fui.
No me gusta cualquiera. No hablo sólo de perfumes, pero también. La perfumería nicho es mi forma favorita de practicar una religión sin dogmas. Cuando estoy en Madrid no dejo de ir a esa boutique con frascos de cristal esmerilado y dependientas que me miran como si supieran algo sobre mí que ni yo misma sé. Allí entro siempre con el aplomo de quien ha ido a confesarse, pero también con la desvergüenza del que ha decidido mentir.
Entro y miento. Miento muchísimo.Digo que es para un amigo que se va a vivir a Berlín (¿quién?). Que busco algo fresco, algo cítrico, algo poco invasivo (mentira, mentira, mentira). Que quiero algo elegante pero “sin pretensiones” (como si eso existiera).
Nunca digo lo que quiero en realidad: que me vendan una esencia que huela exactamente a la persona que creo ser cuando estoy sola. Esa chica brillante, ambigua, levemente cruel. La que lee a Zveig y luego ve The Real Housewives sin
sentir el menor conflicto interno. La que se pone perfume para ir al supermercado porque, sinceramente, una nunca sabe.
Me dejo seducir como si nunca me hubieran engañado antes. Es parte del juego. Me rocían la muñeca con un perfume “inspirado en las cartas perdidas de un poeta lituano durante su estancia enEstambul” (por supuesto que sí), y yo asiento con cara de experta, aunque en realidad estoy pensando si ese aroma justificaría una pequeña infidelidad imaginaria. Porque un perfume, si es bueno, debería poder arruinarte la vida. Debería hacerte dudar.
Compro. Por supuesto que compro. Compro como quien firma un contrato con el diablo en la parte trasera de un probador. No pregunto el precio. Me encanta ese momento exacto en el que paso la tarjeta como si estuviera desenvainando una espada.
¿Doscientos veinte euros? Por supuesto. ¿Por un frasco de 50 ml? Absolutamente sí. ¿Por un aroma que con suerte durará cuatro horas en mi piel? Qué exquisita es la fugacidad. Qué obscena la permanencia.
Salgo del local como una actriz después de una buena función. Con la bolsa de papel rígido, el lacito negro, la sonrisa cómplice. Un perfume no se lleva, se interpreta. Y yo tengo mi papel aprendido de memoria.
A veces, cuando me perfumo antes de dormir, pienso que todo esto es ridículo. Que nada tiene sentido. Que el mundo se cae a pedazos y yo estoy aquí, eligiendo si hoy huelo a sándalo con tabaco o a rosa metálica. Pero luego me acuesto, respiro hondo, y me siento —por un segundo— coherente con algo que no sé nombrar.
No sé qué estoy haciendo con mi vida, pero huelo como si lo tuviera clarísimo.