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CARO DIARIO

Frivolidad IV: los productos de farmacia

Entro a comprar ibuprofeno y salgo con una crema antiedad, un sérum de noche y una vaselina de labios en una lata con diseño art nouveau. Las farmacias son mis museos. Me deslumbra su orden, su promesa de control, los centenares de frascos alineados como si cada uno custodiara el secreto de una vida mejor.

Me fascinan los productos de farmacia. Cada uno parece susurrarte una posibilidad: ser más saludable, más guapa, más fresca, más perfumada. No sé si estoy buscando salud o salvación, pero en el fondo, ¿quién no ha comprado un contorno de ojos esperando que le devuelva algo más que elasticidad?

Creo sinceramente en la verdad de todo lo que te dice una persona que lleva bata blanca. Me puede prometer la vida eterna, una juventud imperecedera o una flora intestinal de ensueño.

A veces me siento como Romeo frente al boticario, dispuesta a todo por un frasco brillante. “Drogas mortales tengo, pero la ley de Mantua manda la muerte  a quien se atreva a ofrecerlas”

El “efecto bata blanca” lo inventaron para personas como yo: crédulas, confiadas, con poco tiempo y aún menos ganas de decidir. Quiero que me digan qué me conviene, con autoridad científica y voz suave. Si lleva ingredientes naturales, ni pregunto. ¿Tecnología alfa 3R, bifidobacterium, lactobacillus, fructooligosacáridos, semillas de rosa mosqueta? Yes sir, I can boogie.

Porque claro, no es lo mismo comprar un probiótico cualquiera que uno con siete cepas, zinc, selenio y enzimas digestivas.

El mostrador de la farmacia es una tentación llena de fruslerías pequeñas, bonitas y, sobre todo, baratas. Un universo de oportunidades asequibles de probar lo último de esas marcas cuyos envases describen sus beneficios solo en francés. 

Hace poco sucumbí a los encantos de un prodigioso aceite corporal. Lo compré antes de un viaje de trabajo y me convencí de que mientras mi cuerpo estuviera embadurnado en esa sustancia dorada, nada malo podría suceder. Me encanta su olor, que he reconocido tantas veces en extranjeras de rubios imposibles y pieles que en verano son de un rosa aún más imposible. Un ideal de vida: octogenaria calcinada que vive en la Costa Blanca con una potente jubilación y mucho tiempo para disfrutar. Así huelen los sueños. 

¿Que si me siento culpable cada vez que compro cosas innecesarias en la farmacia? Depende del día. Normalmente estoy convencida de que será mucho mejor para mi salud, mi aspecto o mi aroma. Así el efecto de la bata blanca llega hasta mi casa. Cuando, meses después veo agujeros negros en mi cuenta y varios productos desterrados al olvido de la despensa, quizá sí asoma un poco la sombra del remordimiento.

La cosmética de grandes superficies me interesa poco, pero los productos de farmacia tienen un aura distinta. Creo que el hecho de que les hayan dejado pasar la aduana de la salud, digamos, el acceso VIP a la Cruz Verde, les aporta un estatus de valor añadido de gran importancia. 

Incluso en el maquillaje, porque un rimel de farmacia siempre te da garantías de que no vas a tener una dermatitis. Quizá tampoco tengas las pestañas largas, pero una erupción no te saldrá.

Los teóricos del marketing señalan que detrás de un producto hay un comprador con un deseo más profundo. Estoy intentando averiguar cuál es mi deseo profundo, pero mientras tanto mi piel huele a bergamota y mandarina, azahar, gardenia y rosa y de fondo un toque de almizcle. Y nada malo puede pasar.