Frivolidad III: La economía del capricho
Yo no diría que soy mala con el dinero. Diría que tengo una relación abierta con él. Un vínculo libre de las ataduras de la lógica, una conexión puramente emocional, intensa y, a veces, peligrosa. No me interesa el ahorro. No creo en las pensiones. Me da igual el euríbor. Puede que mañana muera y quiero haber gastado lo justo y necesario en un albornoz de lino bordado que usaré dos veces al año.
Cada vez que en el trabajo me cae un extra —una paga, una bonificación, un pequeño milagro bancario—, mi hermana, que también es mi socia, me lanza la misma advertencia con ese tono de hermana mayor con cargo ejecutivo:
—No te lo gastes todo de golpe, ¿eh?
Y yo, como siempre, le contesto con la mentira más inmediata y menos trabajada de mi repertorio:
—No, claro que no.
No hay pausa dramática. No me tiembla la voz. Lo digo mientras ya estoy buscando en mi teléfono ese jabón de manos de Santa Maria Novella que huele a sacristía barroca y humedad. No es que no me controle. Es que he decidido que controlarse es, en mi caso, una forma de violencia innecesaria.
Lo gasto todo. Sin culpa y con entusiasmo. No en grandes lujos, no. En objetos menudos, insensatos y, por eso mismo, absolutamente imprescindibles. Un par de saleros de plata en los que no podía dejar de pensar desde que los vi en la página 32 de un catálogo de antigüedades. Una caja de dátiles medjoul recogidos a mano que venden en el club del Gourmet y cuyo envoltorio merecería estar enmarcado. Un juego de servilletas bordadas que no combinan con nada, pero que me recuerdan a un verano inventado en la Riviera francesa.
A veces gasto incluso en cosas que no necesito y que ni siquiera son para mí. De hecho, eso me gusta todavía más. Le compré a mi novio un abrigo de Burberry que nunca pidió. No tengo idea de si le gusta la firma, ni de si lo usará lo suficiente. Pero cuando lo vi en la tienda pensé: esto lo necesita alguien que aún no lo sabe. Y ahí fui yo, la benefactora del exceso, la Robin Hood de la nimiedad.
Claro que a día veinte, ya estoy pobre como una rata. Pero una rata con gusto. Una rata que sobrevive a base de cremas de verduras —elaboradas, eso sí, con calabaza asada y un chorrito de aceite de nuez— y servidas con dignidad absoluta en porcelana de Limoges. Porque la quiebra, si es inevitable, que al menos sea elegante.
Y aún así, en lo más profundo de mí, siento que mi relación con las finanzas es excepcional. No porque sea buena administradora, sino porque he eliminado por completo la ansiedad del dinero. No me preocupa en absoluto. Lo dejo venir. Lo dejo ir. Es una filosofía de vida que podría hundirme, pero que de momento solo ha conseguido que los del banco me hablen como si tuviera un talento especial para la evasión pasiva.
La gente prudente me inspira una ternura infinita. Me fascinan sus hojas de Excel, sus aplicaciones para dividir gastos, sus pequeñas victorias de ahorro mensual. Me parecen adorables, como hámsters con cuenta corriente. Pero yo necesito la emoción. El vértigo de pagar una ronda de ostras cuando no tengo ni para el pan. La alegría absurda de entrar a una tienda como si todo fuera mío, cuando en realidad solo vengo a comprar un ambientador de armario.
No sé si esto es sostenible, ni me importa demasiado. No tengo plan de pensiones, pero tengo dos pares de guantes de cashmere y una reserva permanente de mostaza a la antigua. Puede que en el futuro viva debajo de un puente, pero ese puente olerá a higos y rosa búlgara, y tendrá un juego de servilletas bordadas.
Mi hermana me mira con una mezcla de resignación y ternura, como si conviviera con un personaje escapado de una novela rusa con tarjeta de crédito. Pero yo soy feliz. Porque nada me conmueve más que arruinarme dulcemente en favor de las cosas pequeñas. Y porque, como siempre le digo mientras escondo el ticket de otra compra absurda:
—No, claro que no.
