Frivolidad II: el rubio
Soy rubia de bote desde los seis años. Sí, desde los seis. Cada fin de semana, con la destreza de un alquimista, mi madre “mejoraba mi pelo” con una fórmula magistral hecha con camomila y amoniaco, si mi olfato no me traiciona. No recuerdo de qué color era mi pelo realmente, solo a las muchas señoras que alababan esas mechas monísimas que, según les explicaba mi madre con orgullo, eran naturales. Del sol.
He llevado tan dentro ese secreto que he llegado a pensar que en realidad soy rubia. Cuando alcancé cierta edad, más de la que ahora me gustaría, comprendí por suerte que un trabajo profesional lo debe hacer un profesional. Así que puse mi cabeza en las eficientes manos de peluqueras a las que jamás confesé la verdadera naturaleza de mi color capilar.
Logré grabar a fuego la expresión de inocencia y tímida sorpresa cuando me preguntaban si me había hecho algo en el pelo. Ni siquiera respondía, solo negaba con la cabeza y me encogía de hombros.
Con el paso de los años sobrevino una decisión crucial, ¿cómo de rubia quería ser? ¿qué tono quería dar a mi pelo (y de paso, a mi vida)? Mi madre siempre ha tenido claro que soy una valkiria, así que, sin duda alguna, mi rubio debía ser el nórdico.
Siempre he querido ser más rubia. “Quiero verme muy rubia”. Tanto habré repetido esta frase que en ocasiones el peluquero me recibía solo con un: “Muy rubia, ¿verdad?”.
Porque la rubiedad es una cuestión de identidad, y para mi casi un problema de estado.
Soy absolutamente incapaz de ser infiel a una peluquera. Solo lo he sido en casos de fuerza mayor, como una mudanza. Porque la peluquería siempre hay que tenerla cerca de casa.
Creo que las peluqueras lo saben todo, pueden ver las entrañas de tu alma castaña y, por supuesto, detectan con olfato de sabueso una infidelidad. Una vez, estando de viaje, me hice las mechas en otra ciudad y al volver a mi peluquera me encogí en el asiento deseando no notar una mirada desdeñosa porque había visto que esas mechas no eran suyas.
En el confinamiento, tras tres meses sin peluquería, mi pelo era casi castaño (o del color que fuese) y yo sentía cómo mi esencia se desvanecía. Me corté el flequillo en casa y estuve imaginando cómo se lo explicaría a mi peluquera. Caso de fuerza mayor, me dije.
Cada visita al estilista dura cinco horas, en las que trabajo con el portátil sobre las rodillas, los airpods perennes y el pelo lleno de papel de plata. Así he tomado decisiones estratégicas, he atendido llamadas de clientes, he hecho entrevistas y reflexionado sobre el futuro de mi empresa. Mientras me hacía más rubia.
Hace solo un año, viendo mi hastío y quizá también mis puntas chamuscadas, una amiga me dijo “¿Y por qué no te haces brunette?”. Una forma edulcorada de decir castaña.
Se lo conté a mi peluquera y me dijo. “No te va a gustar. Tú tienes cara de rubia”. Mi madre esgrimió un argumento de más peso: “¡Pero si tú eres rubia!”.
El color de mi pelo ha salido hasta en terapia. ¿Valdré menos si no soy rubia?
Al final, coincidiendo con la era de Acuario y con que mi peluquera ha cambiado de profesión, y de ciudad (fuerza mayor), me he lanzado a la “naturalización” de mi rubio. Qué ironía. Y qué absurdo cósmico gastar una fortuna para verme menos rubia e intentar llegar a mi color original. Mucho menos rubia. Y me ha gustado el resultado.
Rubias del mundo: alzaos y sed libres.
